lunes, 6 de junio de 2011

Lluvia

A las 11 de la mañana de aquel día los nubarrones y la lluvia que no había dejado de caer desde hacía días con un ritmo constante hacían que pareciese estar atardeciendo. El sentimiento de Alejandro por las finas gotas de lluvia se tornó agradecimiento, pues la rasgadura tirante que tenía por dentro, bajo la piel y sobre el alma, se veía levemente calmada al resbalar el agua por su piel y empapar su ropa. Su padre había muerto hacía cuatro días, sorprendiéndole en la otra punta del país cumpliendo con la jornada militar. Una llamada telefónica inmediata le concedieron el resto de la semana de permiso más los días que necesitase para recomponerse, aunque no los llegó a pedir.

Junto con su esposa Sofía cruzaron el mapa en el primer tren de la mañana, pues la mujer se negaba a permitir que condujese el vehículo durante tanto trayecto y en aquel estado. A penas una hora antes habían dejado la estación y pedido un taxi que los llevó hasta el lugar donde el difunto esperaba ser velado por su único pariente vivo. Un hijo joven que había quedado huérfano y desprovisto de más familiares de su sangre. La sensación de soledad en aquel mundo de lluvia otoñal hicieron de la rasgadura una brecha de cantos serrados pegados a sus vulnerables vísceras.

Al salir del velatorio un matrimonio de aproximadamente la edad que tenía su padre fueron al encuentro de Alejandro para abrazarle. No hicieron falta palabras de sus vecinos de toda la vida, y el muchacho tan sólo pudo dedicarles una sonrisa aireada. Aquellas dos personas habían estado cuidando de su padre en vida los últimos nueve años a medida que la enfermedad se extendía y lo incapacitaba. Los últimos meses habían estado llevando de un lado para otro a un vegetal que oía las conversaciones y las comprendía, que lamentaba no su estado si no ser una carga. Que lo vestían y lavaban, que trataban de estimularle durante horas hasta ser capaces de hacer que separase mínimamente los labios para que comiese. El padre de Alejandro y aquel matrimonio habían sido niños pequeños que crecieron puerta con puerta, desde siempre, en el mismo pueblo con el mismo pavimento de cantos rodados serpenteando a través del pueblo. El anciano llevó una mano al brazo del muchacho y le dio un apretón reconfortante cuando notó que intentaba levantar la cabeza con alguna palabra amable que decirles. Después de aquello le condujeron a la casa en la que había nacido y se había criado. 

Sentados en la mesa de la cocina Alejandro creyó viajar atrás en el tiempo durante algunos minutos. Su madre había muerto cuando él era muy pequeño, aunque podía recordarla. Recordaba a sus padres en aquellos cuartos y las ventanas abiertas para que saliesen los vapores de las ollas. Los muebles seguían siendo los mismos que por aquel entonces. Después de que su madre se fuera, su padre no había querido cambiar absolutamente nada. Las paredes estaban impregnadas de amor, pero ni el amor ni las capas de pintura y barniz podían hacer que la ausencia fuera un tremendo agujero que le cruzaba de lado a lado.

Tienes aquí todo. Aseguró el anciano sentado en la mesa, colocándose dificultosamente unas lentes con las que pretendía leer las tapas de la carpeta nacarada. Tu padre nos dio esto con la intención de dejártelo en herencia. No tenía mucho más. Los papeles de la casa y el terreno.

Alejandro respiró con pesadez y cruzó las manos sobre la mesa, observando la carpeta. Notó la mano de su mujer, detrás, frotándole con suavidad la espalda, y después levantó la vista de nuevo al matrimonio, visiblemente abatidos por aquella pérdida. En los últimos años las visitas se habían alargado lo suficiente como para que descuidaran su propia casa. El enfermo terminal no quería jamás ayuda, pero terminó por no tener más opción que aceptarla, y pacientemente habían cuidado de él. Alejandro estiró la mano, pero sólo tocó la carpeta para alejarla de él, volviendo a dejarla frente al hombre que levantaba las cejas sin comprender. El muchacho les habló.

No puedo vivir aquí, como sabéis. Mi intención era vender la casa. Gastarme el dinero... Pero no quiero que la casa de mis padres y lugar donde nací termine así. Es vuestra casa. La vivisteis más que yo y sin duda también os la merecéis más.

El matrimonio se quedó perplejo. No se molestaron en fingir, y sonrieron complacidos, enrojecieron de placer la mujer se secó las lágrimas tocándose las mejillas con la esquina de la blusa. Tampoco hubo más palabras en aquel instante.

Alejandro y Sofía se fueron a las pocas horas pues el último tren iba a salir. Sólo entonces cuando pisaron el andén húmedo por la lluvia cayó en la cuenta, y miró a su mujer, la cual le había estado observando incesante.

Lo siento... Mustió el joven. No se si he... ¿he hecho bien? No te he preguntado nada...

Sofía alargó las manos al rostro de su marido y lo acarició con ternura, de forma maternal. Después sonrió suspirando conmovida. 


Cartas desde un campamento guerrero -Cap.3-

En medio de los marineros tullidos y de piel sucia y ennegrecida que subían y bajaban por cubierta destacaba, aunque nadie le miraba, un hombre ataviado con una armadura negra, altísimo, cuya cabellera roja se decía quedaba teñida de ese color porque la ungía en las vísceras sanguinolentas de sus enemigos abatidos. Sin embargo, ni su armadura ni sus grandes manos que blandían la bastarda en batalla estaban hechas para ir subidas a aquel monstruo de madera y cadenas que le conducían a un destino quizás mucho peor que ser engullido por las mareas. 
Las tablas crujían con el choque de las olas en aquel caparazón indomable, y también al paso del gigante pelirrojo paseándose por la cubierta con la intención de apartar sus pensamientos de la realidad. Iba subido en un barco, un navío endemoniado que dependía de la fe y horas que hubieran puesto en modelar su estructura, que no había dejado de doblarse y rechinar desde que habían abandonado el puerto.


En medio de sus maldiciones internas que repartía mentalmente entre todos los que le rodeaban y a él mismo por haber tomado aquella estúpida decisión de subir al navío una semana antes, no se percató de que sus pasos, que iba improvisando de uno en uno, le aproximaron a la borda amparada por una balaustrada con restos resecos de lo que antaño debieron ser colores vivos. El guerrero apretó el puño todavía más al rededor de la empuñadura de su espada envainada al notar como la sal subía por sus fosas nasales. Se atrevió a dar un par de pasos más, vacilando inclinó su gigantesco cuerpo de gladiador y las placas de hierro que pendían de él tintinearon. Tratando de clavar los pies en las tablas que se extendían bajo ellos, arrojó la vista hacia abajo, a las revueltas aguas que en aquel lugar se habían vuelto negras, haciendo de espejo a un cielo espeso y agobiante que no apremiaba a una lluvia fresca y apaciguante si no una molesta sensación de angustia para aquellos a los que sus ropas parecían apretarles hasta dejarlos sin respiración.

El guerrero parecía hipnotizado por el ir y venir de las olas. La espuma venenosa que carcomía el casco del barco cuando el agua chocaba contra él y los remolinos que se formaban como bocas hambrientas. Hubiera jurado que allí abajo había demonios llamándole
, incitándole a saltar. Habría sido una muerte segura, inmediata, en aquel mismo momento aquellas gargantas heladas habrían cortado su respiración. Sin embargo el hombre pelirrojo no sentía admiración ni simpatía por aquella metodología infernal que era la pasión por el peligro, si no un miedo paralizante que le hacían dudar de la solidez del suelo que pisaba en aquellos momentos. Se imaginó cayendo. Sentir que la inercia, un golpe o una madera quebrándose le hacían precipitarse sin retorno. Imaginó quedar prendido durante a penas un segundo en la superficie y cómo nada ni nadie podrían servir de ayuda. Su cuerpo envuelto en acero se hundiría rápidamente. Manotearía inútilmente cada vez bajo más metros de agua. La luz del día se estrecharía en un círculo inalcanzable y sus pulmones se llenarían de agua. Quedaría envuelto en la más absoluta oscuridad y la armadura le oprimiría como si se la hubieran fijado a la piel con fuego.
La boca abierta en el agua enturbiada se cerró de golpe y la llamada de aquellos demonios se quedó resonando en sus oídos taponados. La barbilla le vibró de rabia y se separó de golpe de la balaustrada
, asustado, tratando de despegarse de sus más primarias fobias. Con el corazón latiéndole a la altura de la garganta y dificultándole la respiración echó a andar nuevamente por la cubierta manoseando nerviosamente el hierro de la empuñadura.

martes, 10 de mayo de 2011

El regalo

En el preciso momento en el que noté como se abría una fisura en esa coraza invisible que todos nos empeñamos en tejernos en mayor o menor medida para defendernos de los ataques imprevistos a nuestra imperfecta humanidad, no sentí debilidad ni vulnerabilidad algunas. Mi alma se sonrió a sí misma y se hizo tan nítida y palpable que creía brillar por dentro. Me hice grande y fuerte, y mi carne se volvió blanda y translúcida, capaz de soportar sin inmutarse lo más mínimo a que la traspasasen del modo más cruel jamás concebido. En aquel momento habría dado igual. 
Ocurrió en el preciso momento en el que mi madre cambió el tema de conversación aprovechando que estábamos hablando de todo un poco. De todo sobre lo que normalmente no se habla. Pasó cuando nombró a mi difunto padre y al que no me gusta que ella me nombre dada la fragilidad del momento y los sentimientos. Debido a la ausencia que sería palpable para siempre y que aquí, aunque de maneras distintas, todos sentimos. 
Y pasó porque al hacerlo ella sonrió. De una forma distinta a las anteriores que me animó a seguir la conversación sin tener que hundir la cabeza para no recordar momentos dolorosos. 


"Estoy muy orgullosa de todas mis hijas y no me arrepiento jamás de ninguna de vosotras. Tu padre no tenía hermanos, ni tíos." me dijo. "Ni tampoco padres claro, tu no llegaste a conocer a tus abuelos. Yo ya tenía tres niñas cuando le conocí, pero él estaba solo. Su apellido se quedaría con él. Su sangre no perduraría, su carne, todo él. Yo no tenía nada para darle. No tenía ni dinero, ni terrenos ni posesiones valiosas. Sólo estaba yo con mis tres hijas y quería darle algo. Algo valiosísimo e importante que fuera solamente suyo. Y le di una hija, tú. Tú fuiste el regalo que le hice para agradecerle que apareciese en mi vida. Eres el significado y la representación de todo lo que me quiso y de todo el amor que me dio. Y eres maravillosa."



sábado, 7 de mayo de 2011

Una grieta en las sábanas

Cuando el cuerpo yacía sin vida y violentamente mutilado sobre la espesa alfombra que absorbía lentamente la sangre rezumante, la barra de hierro que había utilizado resbaló mal colocada por la pared y golpeó uno de los estantes con libros. Algunos de ellos se vinieron al suelo y uno cayó sobre el cadáver. Ulises lo recogió con calma y miró la tapa cubierta de sangre. Leyó el título escrito en letras plateadas: "Una grieta en las sábanas". Ulises sonrió. Había leído aquella novela de detectives hacía varios años y recordaba que la historia central giraba en torno a la vida de un psicópata asesino caníbal. Con el libro en la mano arrojó nuevamente la vista al cuerpo desmembrado con el que se había cebado y sosegado su histeria paranoide. Entonces su sonrisa se volvió una sádica y diabólica mueca de diversión. Había tenido una idea.




Carbón quemado

Habían pasado ya varios meses desde que el joven minero había dejado sepultada la carne y la vida bajo un desafortunado accidente en aquella grieta subterránea. Un desprendimiento fatal que habría podido evitar si hubiera tenido la perspicacia de interpretar todas aquellas coincidencias y sucesos extraños acontecidos horas antes de la muerte, y que cuidadosamente leídos después habían parecido ser un detallado mapa avisando de lo que iba a pasar. Ese tipo de cosas que uno ve si quiere justo después de que todo pase, y que la costumbre popular las convierte en una perfecta y meticulosa red conspirativa del destino.


Sus cinco huérfanos seguían acostándose temprano y se dormían solos sin el beso de buenas noches que su padre les daba antes de ir a trabajar. La casa estaba lúgubre. Los niños guardaban un riguroso y estricto luto impuesto por una viuda fanática y desorientada.
Y sin embargo había algunas cosas y otras costumbres que no se habían disuelto junto con la irrecuperable pérdida.



El único varón de los hijos y el segundo mayor de los cinco contaba con catorce años y dormía solo en el primer cuarto de la casa, el más próximo a la puerta de entrada. Cuando su padre vivía e iba a trabajar. Era el último en recibir el beso de buenas noches, y el primero en recibir el de bienvenida cuando volvía del trabajo y repetía la misma operación, esta vez con la ropa sucia impregnada en sudor, tierra y carbonilla.
Durante aquellos meses después de su muerte, el niño se había estado despertando todas las noches cerca de la madrugada de un sobresalto. Una presión en el pecho le impedía respirar y pegaba un brinco en la cama volviendo en sí. Cuando abría los ojos oía la cerradura de la puerta de la calle y a alguien fuera haciéndola saltar con una llave. Se abría despacio y después se cerraba. Acto seguido la manilla de su puerta se movía lentamente, se desencajaba y la puerta se abría despacio como si alguien quisiera entrar sin despertar a quien morase dentro. 


El niño lloraba todos los días y corría junto a su madre y despertaba a sus hermanos. Decía que el fantasma de su padre volvía todas las noches de trabajar y pretendía entrar en su cuarto. La respuesta a aquello era el contagio del miedo a sus otras hermanas, y una explicación cansada y triste de una madre diciéndoles que su padre quería despedirse de ellos. Sólo una de las hijas sentía interés por aquello.


La niña en cuestión tenía tres años menos que su hermano, y al contrario que los demás no sentía ese temor de saber que un alma en pena recorría los pasillos de la casa. Se preguntaba por qué su hermano le tenía miedo a su padre. Él jamás les había hecho daño alguno en vida, ¿por qué iba a hacerlo ahora? ¿Y por qué querría despedirse sólo de él? Cruzaba los brazos enfadada y celosa de aquella absurda predilección entre hijos.


Aquellos hermanos vieron pasar los años, y la niña, ya adulta, encontró la respuesta a su pregunta. De vez en cuando se acordaba de su padre y le añoraba. De vez en cuando soñaba con él, cada cierto tiempo durante todos los años que vivió después. En uno de aquellos sueños su padre, ya un hombre anciano, llamaba a su puerta una tarde primaveral, se saludaban con alegría y salían al patio a tomar algo sentados al sol donde charlar tranquilamente de cómo les había tratado la vida en las últimas dos semanas.
Un día cualquiera regando las plantas del jardín la mujer recordó ese sueño y se sonrió a si misma. Perdonó a su hermano y se perdonó a sí misma por haberse sentido celosa. Su padre jamás había entrado en su habitación a despedirse de ella porque en realidad jamás se había ido. 
Estaban envejeciendo  juntos.



viernes, 1 de abril de 2011

El cauce

Recuerdo una historia con preocupante frecuencia cada vez que me preguntan si recuerdo alguna anécdota interesante o inquietante, o alguna leyenda urbana o historia popular. Después de mantenerme unos segundos en silencio tratando de averiguar si puedo verter algo de sensatez a una improvisada noche de brujas poco profesional, esbozo sin querer una sonrisa mediada, algo amarga y nerviosa, pero ansiosa al mismo tiempo. "Tengo una historia que contar" anuncio triunfalmente sabiendo de antemano que participaré en la recreación de aquel ambiente turbulento. Y con un poco de suerte nadie me interrumpirá.


Una calle empinada en pleno centro de una ciudad era iluminada por las luces de los coches que subían y bajaban, cerca de la media noche. Era habitual era ver como un automóvil aceleraba cuando el semáforo se ponía en ámbar. Lo lógico sería aminorar la marcha y detenerse porque todos sabemos que vamos a tener que parar, pero la teoría tan sólo existe para que seamos conscientes de que lo que hacemos está mal.
Un coche aceleraba en el último momento cuando el color se fijó en el naranja, justo cuando comenzaba la empinada bajada. Las luces de los faros quemaron el asfalto brillante por las farolas y la demás iluminación de los edificios, y un coche que subía se percató de que algo no iba bien. El auto que bajaba estaba yendo a toda velocidad invadiendo su mismo carril. La esposa del conductor, que viajaba a su lado, tocó el brazo de su marido y dijo suavemente su nombre tratando de avisarle del peligro para que se apartara. El coche ascendente giró suavemente y se apartó lo suficiente para evitar un accidente y continuó su camino. Sin embargo a los pocos segundos oyeron un fuerte estruendo metálico. Por sus cabezas cruzó rápidamente la idea del coche que bajaba a toda velocidad perdiendo el control y chocándose frontalmente. 


Inmediatamente, nada más llegar al final de la subida, el matrimonio paró el vehículo y se bajó de él para averiguar qué había ocurrido. Más abajo, detrás de un telón de gente que rápidamente se había agolpado al rededor de la carretera, el coche que había ido peligrosamente por el carril contrario se encontraba en medio de la vía totalmente deshecho. Como un acordeón de hierro mascado. Milagrosamente el conductor había salido ileso y, nervioso, se dirigó rápidamente hacia la pareja que bajaba para comprobar lo sucedido. En sus manos llevaba los papeles del seguro y temblaba y sudaba espantado.


En principio nadie comprendía qué había ocurrido exactamente, pero después de saber que el joven se encontraba bien, todo el mundo se centraba en el matrimonio. Este no comprendía qué estaba pasando hasta que el muchacho les dijo incrédulo: "Pero he chocado contra vosotros..."
El conductor frunció el ceño y miró hacia arriba, a la carretera, y le señaló su coche aparcado en lo alto.
Todo el mundo en la calle momentos antes se había llevado las manos a la cabeza al ver como claramente los dos coches colisionaban frontalmente. Sin embargo en medio de la carretera sólo estaba el del joven.


El matrimonio volvió a subir andando calle arriba y se metió en el coche sin participar más en aquella discusión. El hombre, pálido y con una evidente expresión de incomodidad, pidió que jamás se volviera a hablar de aquello. Nunca.


Después de contarlo asiento con la cabeza y miro a mis compañeros. Los más emocionalmente sensibles tratan de ponerse en la situación y otros intentan averiguar si hay más historia. Yo abro la boca con predisposición a decir algo más pero una nueva media sonrisa, esta vez victoriosa, me silencia. "Bueno..." mascullo "Y eso es todo."
¿Me creerían si les dijera que aquel matrimonio se trataba de mis padres, y que aquello había ocurrido 5 meses antes de que yo naciese?

Cartas desde un campamento guerrero -Cap.2-

Buenos días, rezaba el caballero.


Buenos días, amada mía, y el caballero sonreía.


En su pierna golpeaba la funda vacía de una espada vacía. La humareda le dibujaba la silueta de quien quería. Alargaba las manos quemadas y feliz le decía:


Ya casi estoy amada mía. Como cada noche en sueño te prometía. No habrá guerra que me impida buscarte, en vida, en la hora de la victoria, ahora que es un nuevo día. Ese sol que brilla y busca tu ventana por encima de las colinas es mi alma adormecida. Ya voy amada. Acude al balcón donde ayer te quería, subiré alargando mi mano, y mi victoria como regalo, brindaré con la mano tendida.


Mas el cegado caballero no veía, no entendía. Las siluetas en la humareda desaparecían. En amor se disolvía. Y la espada ausente a su victoria no respondía. 
Alargaba las manos ennegrecidas a los fantasmas que quería.


Buenos días, amada mía, el caballero siempre decía.


Pero no había cortinas en las colinas, ni había colinas, ni el nuevo día en el balcón ni en el balcón a quien quería.


No había amada en el pueblo.
En el pueblo....
Sólo silencio y yagas había en el pueblo entero.





lunes, 14 de marzo de 2011

Cartas desde un campamento guerrero -Cap.1-

-Debería pedir clemencia ahora que mi vida subyuga entre estas paredes de alabastro y vuestra afilada hoja. Porque ahora mi carne será atravesada y la piedad no se conmoverá al escuchar a mi corazón corrompido; ni la piedad ni el paraíso me esperan después de que pase esta noche de lobos hambrientos y campesinos huérfanos, y las trompetas del juicio final esperarán hasta el momento de tocar para ponerle fin a mi batalla eterna en busca de un camino fácil que no es sin embargo correcto. Cuando la sangre deje de recorrer mis venas y el filo brille al otro lado de mi cuerpo me aguardarán las ascuas en los ojos de aquellos que ajusticié a la ligera con mi mano, y cabalgarán sobre mis huesos hasta astillarlos. Más recuerda. Mi mente está igual de afilada. Esta noche, cuando hayas caído rendido por la celebración regresará mi fantasma del pestilente infierno para presentarse ante ti en sueños. Te atormentará cada vez que pliegues los párpados con la visión de las lanzas del averno atravesando mi garganta y los perros de los errantes comiéndose mis carnes crudas mientras sigo agonizando noche tras noche por un solo minuto de sosiego en una eternidad de calamidades. Mátame ahora y cumple con tu deber, y después acuérdate de que ante los jueces del más allá mis pavorosos crímenes de guerra y este asesinato que vas a cometer no se distinguirán de origen, y serás tan despreciable asesino como yo.

lunes, 8 de noviembre de 2010

Carbón

Un hombre trabajaba en una mina. Un hombre honrado, trabajador y humilde, casado joven y con 5 hijos, cenaba con ellos y se duchaba cuando se iban a la cama, para escarbar en busca de carbón en aquel pozo en penumbra cuando estos dormían.

La noche que este hombre murió, la rutina a seguir fue la misma de todas las noches, a pesar de que no terminaría igual, pues su cuerpo quedaría aplastado e irreconocible, irrecuperable, debajo de un desprendimiento de rocas, pocas horas después de comenzar aquella jornada. Los andamiajes mal colocados, una mala planificación de los mapas de trabajo, harían que el yacimiento temblase sobre la maquinaria en funcionamiento y sepultasen la vida de aquel hombre que jamás volvería a salir de aquel agujero.

Cenó con su esposa e hijos, de los cuales el mayor a penas alcanzaba los 11 años, jugó con ellos los pocos minutos que les separaban de las advertencias de una madre que quería acostarlos pronto, y se metió bajo el grifo del agua caliente. Cuando salió, vestido y con la bolsa de la toalla para la mina colgada del hombro, repasó mentalmente lo que debía hacer.

Como cada noche, comenzó a visitar todos los cuartos de sus hijos, ya en sus camas, para despedirse de ellos. Comenzando por la habitación más alejada de la entrada, se sentaba en sus camas y les daba un beso de buenas noches, les decía que les quería, y salía dejando sus puertas entre abiertas. El procedimiento fue el mismo de todas las noches, más aquella, no era una noche como cualquiera de las anteriores. Cuando salió de la última habitación, al lado de la puerta de la calle, llevó la mano al pomo dispuesto a salir. Mas no lo hizo. La noche en la que aquel hombre murió en la mina, tomó el tirador y dudó, unos segundos. Lo soltó y retrocedió. Nuevamente, por segunda vez, entró en el cuarto de cada uno de sus hijos, les dio un beso de buenas noches, les dijo que les quería, volvió a colgarse la bolsa de trabajo al hombro y salió de casa.


martes, 2 de noviembre de 2010

Dentadura

Un jovencísimo Miguel de a penas 23 años había trasnochado con sus amigos animados por el frío de aquella noche de noviembre. Resguardado al calor de las brasas, en la casa del mayor del grupo, jugaban con una baraja desgastada y marcada infinidad de veces hasta que los bordes se cuarteaban y doblaban de forma irreconocible.

Cuando el vino se terminó, Miguel se ofreció a ir a por más. El alcohol había empezado a hacer efecto hacía ya un buen rato y su cara enrojecida y sonriente eran la prueba evidente de que se sentía valiente e inconsciente del viento helado que soplaba fuera. En el camino de tierra limpia, totalmente despejado, sólo se proyectaba la tenue luz de una candela que llevaba consigo. La bajada por el centro del pueblo se le antojaba aburrida, y Miguel decidió inclinar el foco de su candela hacia un desvío, sólo por el placer de hacer el camino un poco más largo, aliviado de que el aire fresco le azotase la cara y despejase su mente embotada. Sus pasos y una canción alegre silbada le llevaron hasta las afueras de la aldea, donde quedaba aplazado el cementerio, siempre a oscuras y perpetuamente en silencio. Lo rodeaba un muro bajo de piedra y una improvisada verja metálica que muchos ya se habían encargado de forzar.

Miguel pasó cerca del muro, y dejó que el brillo tembloroso del foco lamiese las piedras salientes, y se detuvo de pronto cuando algo llamó su atención. La candela dio de lleno en una pieza que, probablemente, no debería estar allí. Una calavera perfecta, blanquísima, quieta y estéril, tratando de pasar desapercibida entre las demás rocas. En las cuencas donde algún día debió haber dos ojos, la luz no entraba. Dos ojos auténticos y negros, invisibles, miraban.
El joven abrió la boca y de su garganta salió una carcajada.

¡Qué buenos dientes tienes! Exclamó contemplando la perfecta dentadura de la calavera, donde no faltaba una pieza y cada una estaba perfectamente tallada. Seguro que van muy bien para comer, siendo así, quedas invitado a la comida de mi boda. Y volvió a reír. Después, dirigió la luz de nuevo hacia el camino y bajó al otro extremo del pueblo en busca de más vino.

Seis meses después, Miguel se casaba con una muchachita con la que llevaba varios años de noviazgo. Una de aquellas uniones que estaban predestinadas desde que se cazaba a los dos jóvenes intercambiando miradas furtivas a espaldas de sus familiares. Sonrisas y pequeñas cartas arrojadas al amanecer después de escribirlas durante toda la noche. Todo el pueblo había sido invitado, pero nadie pudo probar bocado una vez se sentaron ante las amplias mesas decoradas para la ocasión. Como era un pueblo pequeño, todos se conocían allí. Pero la presencia de un extraño perturbó el convite. Había un hombre trajeado de una forma un tanto pasada sentado en una de las mesas centrales. No había intercambiado ni una sola palabra con nadie en toda aquella tarde y comía en total silencio. Ningún invitado había sido capaz de verle el rostro a pesar de ir presuntamente descubierto, y en su cubierto no había comida, pero se lo llecaba a la boca y los pedazos desaparecían de su plato. Una vez pareció terminar de comer. Se levantó con total tranquilidad de la mesa y echó a andar.

Echó a andar hacia la mesa de los novios. Ella no comprendía qué podría estar ocurriendo; él, sin embargo, Miguel, observaba el caminar liviano y silencioso de aquel personaje que se dirigía hacia su asiento. El extraño se paró a escasos centímetros del mantel blanquísimo, y se inclinó suavemente hacia delante, como una mueca o parodia de reverencia no merecida.

Tu me invitaste a tu celebración. Dijo aquel hombre con la vista insípida puesta en el rostro de Miguel. Tendré que devolverte la invitación.


Miguel murió en ese mismo instante. Su corazón estalló dentro de su pecho, y una mueca de dolor y terror desfiguró su rostro de forma imborrable, rígida. Según cuentan sus amigos de toda la vida, los que marcaban las cartas de la baraja con la que jugaban cinco noches a la semana, Miguel se había encontrado con la cara del Demonio aquel día. Y una vez eres invitado, no puedes renunciar.